Pellas
Si bien los juegos y pasatiempos, tanto en soledad como con amigos, eran la forma de no pensar en el dolor de espalda que me estaba amargando cada día de mi vida, mi manera de luchar contra esta lacra era estar continuamente haciendo cosas que evitase a mi cerebro estar regodeándose en mi malestar. Cuando llegaba a casa, además de tumbarme en el suelo, ponerme calor en la zona dolorida o tomarme alguna pastilla como último recurso, intentaba hacer viajar a mi cerebro mientras dibujaba mapas, escribía pequeñas aventuras o leía cualquier libro.
Recuerdo que todo a mi alrededor estaba coloreado con tonos más atenuados de lo normal, era como si se hubiera pasado un lápiz de difuminar por el escenario de mi día a día. El brillo de las cosas se iba apagando y la vívida luminosidad de la primavera nunca llegaba con nitidez. El dolor era el interruptor que lo iba apagando todo. Aunque en aquellos tiempos los momentos de apagado se distanciaban en el tiempo. Por lo tanto, aún existían ratos, momentos más o menos extensos, e incluso días completos en los que podía vivir con cierta normalidad.
Pero lo que también pude notar era que en esos días en que todo a mi alrededor dejaba de brillar, mi humor iba cambiando y las bobadas que hacían o decían otros compañeros me tocaban la moral de tal modo, que me daban ganas de mandarles a la mierda. Como comprenderán en aquellos días tampoco estaba para aguantar la arrogancia de nadie, así que me largaba a correr aventuras yo solo. Si me iba solo por ahí, solía hacerlo con el libro que estaba leyendo metido en la mochila. Para así poder pasar las horas muertas huyendo del dolor que me abrasaba.
En cambio, si me iba con más gente, siempre buscaba hacerlo con las personas con quien pensaba que podía pasar un buen rato y con las que reírme a mandíbula batiente. Sabía que un buen modo de alejar mi cerebro de ese dolor era la risa. No sabía el por qué, pero sí que sabía que era un buen antídoto para hacer viajar a mi cerebro. Así que, sin proponérmelo demasiado, conocí a mucha gente y corrí aventuras de todo tipo. Conocí quizá a la gente menos adecuada, pero lo cierto es que cumplían con creces mi objetivo. Conseguían evitar que estuviese pensando en mi dolor continuamente.
Mientras mis días se iban iluminando, o lograba que se apagasen cada más tiempo, mi trayectoria académica se fue resquebrajando. Tan es así, que llegó un momento en que llevaba tanto tiempo vagabundeando que me daba vergüenza volver a pasarme por el colegio. Pero logré conseguir que el dolor de espalda no fuese tan protagonista en mi día a día. Cuando el dolor es tan intenso, lo único que te importa es mitigarlo por poco que sea. De modo que no me preocupaban mis calificaciones ni repetir curso. Pude lidiar con el dolor y eso era todo lo que importaba.
Gracias Emilio Durán por tan fantástica colaboración.
Gracias Helena Lopes por la fotografía.